Por P. Wilkin Castillo, San Juan de la Maguana

Seguimos en esta práctica digna y entusiasta de profundizar en torno a la palabra de Dios. Hoy estamos en el vigésimo Segundo del Tiempo Ordinario. Nos sorprende una vez más Jesús con su acostumbrada y didáctica parábola con el fin de enseñar, instruir y destruir patrones y hábitos incorrectos en la sociedad de su tiempo.
El Evangelio de Lucas nos coloca en un banquete, en la mesa compartida, ese espacio tan humano donde se revelan y se conocen con facilidad los corazones. Jesús, invitado a comer en casa de un fariseo, observa con mirada atenta y serena cómo los invitados buscan los primeros puestos. Ese detalle, aparentemente sencillo, le sirve para abrirnos los ojos a una verdad mucho más grande: el Reino de Dios no se mide por el poder, la vanidad o los privilegios, sino por la humildad y la gratuidad.
No es secreto ni sorpresa para nadie que como humanos que somos con limitaciones llevamos por dentro el deseo de ser reconocidos, de ser vistos y valorados. El problema se agudiza cuando ese deseo se convierte en ansia y necesidad de superioridad, en obsesión por ocupar el “primer lugar”, aunque tengamos que pasar por encima de otros. Jesús aprovecha y sin más denuncia esa práctica, que, aunque socialmente se veía normal, ya que se había convertido en un hábito que espiritualmente moralmente era una repugnancia.
Por la experiencia y también por la lógica del Evangelio sabemos que quienes busca exaltarse a sí mismo termina perdiendo y minimizándose en sí mismos, mientras que quienes aprenden a abajarse en humildad y a conciencia encuentra la verdadera grandeza.
Es movido por todo lo ya mencionado que Jesús nos invita a elegir el último lugar, no como un juego de falsa modestia, sino como una actitud interior que reconoce que todo es gracia, que nada es mérito propio. La humildad no es pensar menos de uno mismo, sino pensar menos en uno mismo. Es dejar espacio al otro, reconocer su dignidad, alegrarse por su bien. La humildad es una manera de vivir libres del peso de la comparación, libres de la esclavitud del ego, abiertos a Dios y a los hermanos.
Otra enseñanza de Jesús en este pasaje tan interesante es aún más radical y exigente, no dice a viva voz: No invites a tus amigos, hermanos, familiares o vecinos ricos que puedan devolverte la invitación. Hazte, amigo de quienes no pueden recompensarte. Ama a los que no tienen cómo pagarte. Sé generoso con quienes no tienen nada para ofrecerte. Ahí se juega la verdadera medida del amor cristiano. En el fondo, Jesús nos revela el estilo mismo de Dios: Él nos invita a su banquete, aunque no tengamos nada que dar ni ofrecer a cambio. Su amor es gratuito, inmerecido y abundante.
Este Evangelio hace un cuestionamiento a todos y de manera especial a los que están al frente de la comunidad eclesial. ¿Quiénes ocupan los primeros lugares en nuestras comunidades? ¿A quiénes hacemos sentir en casa, y a quienes les cuesta encontrar un asiento en nuestra mesa? Una Iglesia que sigue a Jesús está llamada a ser hospitalaria con los pobres, con los marginados, con los que no cuentan, con los que no pueden devolver nada. Ellos son los privilegiados.
Jesús concluye con una promesa muy marcada por la esperanza, pues todo aquel que se abaje serás recompensado en la resurrección de los justos. El que vive en humildad y gratuidad, aunque parezca perder ahora, gana la vida verdadera. Vamos a darnos cuenta que la recompensa no está en el aplauso ni en la devolución, sino en la alegría eterna de haber amado como Dios ama.
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