Luis Alberto De León Alcántara Email: albertodeleon_011@hotmail.com
Los regalos son importantes en la vida porque son signos que expresan el amor y el aprecio que sentimos por las personas que tienen un valor significativo en nuestra existencia. En cada obsequio que damos, manifestamos parte de lo que somos, dejamos salir lo que llevamos dentro para hacer partícipe al otro de lo importante que son para nosotros.
Sin embargo, no todo se regala. Existen cosas que deben guardarse, protegerse, porque son nuestra esencia, el fundamento de lo que somos, ya que, si lo hacemos, desaparece el sentido de la vida. Podemos donar ropa, prendas, dinero, pero lo que tiene que ver con nuestro ser, jamás, porque es directamente lo que sostiene y construye nuestra humanidad. En otras palabras, se regala lo que no nos disminuye, porque si al regalar amor nos empobrecemos, entonces lo que está saliendo de nosotros no es amor, es simplemente una actitud interesada de dar hasta la propio para captar atención y lograr por la fuerza lo que no se puedo por atracción.
El amor propio es, por ejemplo, una de las realidades que no se puede ofrecer ni sacrificar, no se les da a los demás por puro arte. Ante todo, no se puede, porque somos imagen y semejanza de Dios. Él nos hizo únicos e irrepetibles. Ya lo dice de igual forma el mandamiento: “Amar al prójimo como a uno mismo”. Lo que quiere decir que amamos a los demás, pero no nos quedamos sin amor, porque damos de lo que nos alimenta, no de lo que nos empobrece.
No se regala el amor propio, porque no somos cosas, bienes materiales ni figuras de museo. No somos objetos ofrecidos al mejor postor, que anda de cuidad en cuidad buscando quien da más por nosotros para obtener la mayor cantidad de dinero posible. Todo lo contrario, no podemos regalarnos porque somos la prenda adorada de Dios. Él nos creó con dignidad, respeto, identidad y virtudes. Por tanto, quien regala su amor propio para llamar a la atención, para hacerse el gracioso, para conseguir favores y cariño de los demás, es una persona que ha perdido dirección, el rumbo de su barco y el norte de su horizonte.
En definitiva, nuestro amor propio es la brújula que nos mantiene vivo cuando otros nos dicen que ya estamos muertos. Es la luz que nos hace ver y creer en nosotros cuando alrededor nos dice que nos rindamos. Por eso, cada mañana o cuando sea posible, mirémonos en el espejo, saquemos nuestra mejor sonrisa y aunque nadie nos esté mirando, digamos sin miedo y con altura: “Ese soy yo, con todo lo que veo y siento. Soy quien se ha dado cuenta de que, para ser feliz, no es necesario mendigar, tirarse por el suelo por los demás para sentirse especial”. Porque no son los otros que deben calificar el valor que tenemos como personas sino quien creó el mundo y nos dijo que nos ama.
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