Por P. Wilkin Castillo, San Juan de la Maguana
Hoy tenemos la gran oportunidad de celebrar la Fiesta de la Presentación del Señor, siendo el día de la Jornada Mundial de la Vida Consagrada, vayan las felicitaciones a todos esos hombres y mujeres de bien que en un momento determinado de su existencia decidieron decir sí al Señor y embarcarse en la ardua y exigente tarea de ser testimonio de luz en un mundo muy marcado por la oscuridad del pecado.
Cuando llegó el tiempo de la purificación, según la ley de Moisés, los padres de Jesús lo llevaron a Jerusalén, para presentarlo al Señor, de acuerdo con lo escrito en la ley del Señor: “Todo primogénito varón será consagrado al Señor”, y para entregar la oblación, como dice la ley del Señor: “un par de tórtolas o dos pichones.”
En tiempo de Moisés la ley establecía que la Purificación de la mujer se realizaba a los cuarenta días después del parto, así como también la presentación en el templo de ese niño que su madre lo llevó por nueve meses en su vientre. Es lo más parecido a una promesa de estos tiempos.
“Vivía entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, hombre justo y piadoso, que aguardaba el consuelo de Israel; y el Espíritu Santo moraba en él.” El hagiógrafo nos da una biografía corta pero muy certera del anciano Simeón, era justo, piadoso y santo. Había recibido un oráculo del Espíritu Santo: que no vería la muerte antes de ver al Mesías del Señor. Impulsado por el Espíritu, fue al templo.
Cuando entraban con el niño Jesús sus padres para cumplir con él lo previsto por la ley, Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo: “Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel.”
La expresión de Simeón y su manera de actuar al momento de tomar a Jesús en brazos nos deja entender que estamos frente a un gran acontecimiento, anunciado mucho tiempo atrás y que en ese momento se estaba cumpliendo, cuanta alegría manifiesta este anciano, que agradecimiento y acción de gracias al ver cumplido lo que ya Dios le había anunciado antes.
Su padre y su madre estaban admirados por lo que se decía del niño. Simeón los bendijo, diciendo a María, su madre: “Mira, éste está puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; será como una bandera discutida: así quedará clara la actitud de muchos corazones. Y a ti, una espada te traspasará el alma.” Ahora es Simeón el que profetiza en torno al niño, quien traerá división, malentendidos y a María le anuncia lo que le pasará más adelante, es una manera poética de decir las cosas.
“Había también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser. Era una mujer muy anciana; de jovencita había vivido siete años casada, y luego viuda hasta los ochenta y cuatro; no se apartaba del templo día y noche, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones.”
Acercándose en aquel momento, daba gracias a Dios y hablaba del niño a todos los que aguardaban la liberación de Jerusalén. Junto a Simeón está Ana que por la descripción también abraso una vida de santidad y servicio y que resalta con gozo y alegría interior el hecho de ver la presencia de Jesús en el templo.
“Y, cuando cumplieron todo lo que prescribía la ley del Señor, se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño iba creciendo y robusteciéndose, y se llenaba de sabiduría; y la gracia de Dios lo acompañaba.”
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