Por P. Wilkin Castillo, San Juan de la Maguana

Celebramos el Domingo Decimoquinto del Tiempo Ordinario y el Evangelio se muestra muy interesante, ya que toca las más profundas sensibilidades humanas, se nos dirá en el mismo que, En aquel tiempo, se presentó un maestro de la Ley y le preguntó a Jesús para ponerlo a prueba: “Maestro, ¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?” Él le dijo: “¿Qué está escrito en la Ley? ¿Qué lees en ella?” Él contestó: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma y con todas tus fuerzas y con todo tu ser. Y al prójimo como a ti mismo.” Él le dijo: “Bien dicho. Haz esto y tendrás la vida.” Pero el maestro de la Ley, queriendo justificarse, preguntó a Jesús: “¿Y quién es mi prójimo?
El maestro de la ley quería limitar el amor. Pregunta quién merece ser amado, quién entra dentro del círculo de “mi prójimo”. Pero Jesús responde no con definiciones, sino con una historia que desplaza la pregunta. Porque no se trata de quién merece mi ayuda, sino de si yo estoy dispuesto a hacerme prójimo de quien sufre, sin importar su origen, su religión o su historia.
Jesús dijo: “Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó, cayó en manos de unos bandidos, que lo desnudaron, lo molieron a palos y se marcharon, dejándolo medio muerto. Por casualidad, un sacerdote bajaba por aquel camino y, al verlo, dio un rodeo y pasó de largo.”
El hombre bajaba de Jerusalén a Jericó: un camino empinado, solitario, peligroso. Esa bajada no es solo geográfica; es también una imagen de la condición humana. Muchas personas “bajan” por la vida: caen en la pobreza, en la enfermedad, en la marginación, en el abandono. Y el mundo, muchas veces representado en el sacerdote y el levita, pasa de largo, envuelto en su religiosidad, en su burocracia, en su comodidad.
Y lo mismo hizo un levita que llegó a aquel sitio: al verlo dio un rodeo y pasó de largo. Pero un samaritano que iba de viaje, llegó a donde estaba él, y, al verlo, le dio lástima, se le acercó, le vendó las heridas, echándoles aceite y vino, y, montándolo en su propia cabalgadura, lo llevó a una posada y lo cuidó. Al día siguiente, sacó dos denarios y, dándoselos al posadero, le dijo: “Cuida de él, y lo que gastes de más yo te lo pagaré a la vuelta.”
Lo más escandaloso del relato es que el único que se detiene es un samaritano. Para los judíos, los samaritanos eran herejes, impuros, despreciados. Pero Jesús invierte los roles: el hereje se convierte en modelo, el excluido revela el corazón de Dios.
El samaritano no pregunta: “¿Este herido me cae bien? ¿Pertenece a mi comunidad?” Este se conmueve, y actúa. Esa es la clave: la compasión que se vuelve compromiso. La entraña de Dios vibra en los gestos del samaritano: se acerca, cura, carga, hospeda y paga.
Hermanos, en un mundo donde abundan muros, indiferencias y etiquetas, el Evangelio del Buen Samaritano es una llamada urgente a una revolución del amor práctico y universal. No basta con saber la Ley, hay que encarnarla en la vida cotidiana.
¿Cuál de estos tres te parece que se portó como prójimo del que cayó en manos de los bandidos?” Él contestó: “El que practicó la misericordia con él.” Díjole Jesús: “Anda, haz tú lo mismo”.
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