Por P. Wilkin Castillo, San Juan de la Maguana

Seguimos profundizando en torno a la palabra de Dios, en este Vigésimo Domingo del Tiempo Ordinario. La palabra de Dios siempre nos ofrece en si misma un mensaje alentador, muchas veces un poco difícil de entender e interpretar el contenido de dicha palabra. Hoy el Evangelio sale un poco del lenguaje al cual Jesús nos tiene acostumbrados, pero todo esto busca una pedagogía y una enseñanza muy bien definida.
El evangelio de hoy nos presenta al inicio unas palabras fuertes pronunciadas por Jesús que pueden parecernos duras y hasta desconcertantes. Él dice: “He venido a prender fuego en el mundo, ¡y ojalá estuviera ya ardiendo! Y añade ¿Piensan que he venido a traer al mundo paz? No, sino división. Es una manera de hablar por parte del Maestro, nos extraña, ya que él siempre nos habló de amor, reconciliación y perdón.
El fuego que Jesús trae por medio de su palabra no es un fuego que destruye, él se refiere al fuego del Espíritu Santo que es el fuego que purifica, restaura, regenera, rejuvenece y que ilumina, y por demás enciende los corazones en amor a Dios y al prójimo.
Es el mismo fuego que arde en Pentecostés y que transforma a los discípulos cobardes con las puertas cerradas por miedo a los judíos en testigos valientes. Jesús nos dice que desea ver este fuego encendido, porque sabe que, sin él, la vida cristiana se vuelve tibia, sosa, insípida, descolorida, apagada, sin pasión y sin ningún tipo de entusiasmo.
Debemos darnos cuenta que cuando Jesús nos habla de división, es precisamente porque cuando el fuego de Cristo entra en mi vida, todo cambia. Es por este motivo que el Evangelio nos pide opciones radicales, decir, que quien se decide de verdad por Jesús puede entrar en conflicto con su entorno: familiares, amigos, incluso consigo mismo, porque el seguimiento de Cristo exige poner a Dios por encima de cualquier otra cosa. La luz de Cristo desenmascara las tinieblas, y eso a veces genera resistencia.
No podemos ser cristianos a medias, dejemos que el fuego de Cristo consuma nuestras vidas, o seguimos viviendo en la tibieza de la indiferencia. Hoy Jesús nos invita a ser hombres y mujeres apasionados por el Reino, aunque eso nos cueste incomprensiones, sacrificios o divisiones.
El mundo necesita cristianos encendidos de amor, que irradien esperanza, que con su ejemplo contagien fe. El fuego de Cristo en nosotros se traduce en gestos concretos: perdonar cuando es difícil, servir al hermano que sufre, trabajar por la justicia, anunciar la verdad con valentía.
Queda de parte nuestra pedir al Señor que derrame sobre nosotros ese fuego de su Espíritu, que encienda nuestra fe, que purifique nuestras intenciones y que nos dé la fuerza para ser testigos auténticos, aunque el mundo no nos entienda y tengamos que nadar contra la corriente.
Que la Virgen María, Madre de Jesús, aquel que trae el fuego que no consume ni destruye, sino el fuego que engendra vida nos ayude a mantener siempre encendida la llama de nuestro amor a Cristo y a su Iglesia.
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