Por Antonio Vizcaya Loreto

¿Es la vida una batalla constante o la renuncia a nuestra esencia como seres de luz y de paz?
De qué vale tener la razón y sumergirse en un mar de ego para defenderla, cuando das un golpe sin sentido a la nada y despiertas al monstruo de la ira, que a la defensiva te quiere mantener en combate y ciego ante la verdadera realidad.
¿Pero un combate contra quién o contra qué? Cuando es tu peor versión la que pretende tomar el control y arruinarlo todo. Aunque la razón le ponga una máscara de villano a lo que posiblemente te beneficia, se trata de un combate contra ti, sesgado y sin saberlo, te golpeas con toda tu ira, con todo tu error… Lo compruebas porque te duele, te duele mucho y te hace llorar amargamente, más que en el cuerpo físico… te duele en el alma.
Reconocer que nos hemos equivocado te hará sentir como perdedor, aunque más difícil será detectarlo y eso sólo es posible al mirar hacia adentro desde el mismo momento cuando algo sale mal. Sin embargo, esa es la prueba de que no somos perfectos, somos humanos.
Ese ser humano que está llamado a ser grande… que tiene el «superpoder introspectivo» de mirarse a sí mismo y desde su humildad conectar con el deber ser de las cosas para entender que se pudo haber equivocado, arrepentirse, buscar su propio perdón con acciones y sin pensarlo, mejorar desde el mismo momento en el que decide ser libre; libre del ego, del orgullo, de la soberbia… esa que corroe y enferma por dentro, con tal de mantener en el trono a un rey que desde hace siglos fue derrocado en la cruz por el amor mismo.
Muchas veces ceder es de altura, sin perder el sentido crítico, pero sobre todo, prudente, para no dejar escapar la armonía tan escurridiza que habita en nuestro ser, un ser que pierde la paz y deja de ser luz si se desvía de su esencia, y aún así, si llegase a perderla, también tiene la capacidad de salir del foso porque nadie está supeditado a condenarse para siempre.
La misericordia del Creador del Universo es tan infinita, que alcanzó hasta el mismísimo Judas, sin embargo, tan grande fue su culpa que rechazó tanto amor capaz de devolverle la gracia


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