Por José Luis Pinilla, SJ, Fuente: Vida Nueva Digital
El polvo aún no ha vuelto al suelo en Tor Vergata. La noche ha pasado como un susurro sagrado entre cánticos, lágrimas, risas, silencios y mochilas extendidas como tiendas de campaña improvisadas. Pero algo ha cambiado ya para siempre en el corazón de más de un millón de jóvenes. Lo que muchos esperaban como un gran evento festivo, se transformó en una vigilia de fuego lento, encendida palabra a palabra por un Papa que no busca aplausos, sino conversiones. En su primer gran acto con la juventud, León XIV no se limitó a animar: profetizó.
El nuevo Papa —agustino, de voz pausada y mirada honda— ofreció una homilía de tono cristocéntrico y fondo revolucionario. Cada una de sus respuestas a los jóvenes que lo entrevistaban fue como una piedra en el zapato para quien aún quiera un cristianismo cómodo, sin cruz ni prójimo. Porque si algo dejó claro León XIV es que, para él, el seguimiento de Jesús no se entiende sin servicio a los pobres, sin justicia social, sin entrega concreta. No hay espiritualidad cristiana sin un amor que se arrodille ante el que sufre.
“Reflexionen sobre su forma de vivir y busquen la justicia para construir un mundo más humano. Sirvan a los pobres y den testimonio así del bien que siempre nos gustaría recibir de nuestros vecinos”. Así, sin solemnidades ni adornos, el Papa clavó su palabra en el centro de la noche romana. Y ese verbo —“servir”— se quedó flotando sobre los cuerpos agotados de quienes habían caminado kilómetros, sudado bajo el sol, esperado horas. Servir. No es un consejo piadoso. Es el Evangelio mismo, encarnado. León XIV no invita a una fe de ideas abstractas, sino a una vida que lave los pies del mundo.
Alzar a los caídos
Muchos de los que escuchaban venían heridos por las incoherencias de la Iglesia, por escándalos pasados, por dudas propias. Y aquella noche volvió la chispeante hoguera que ilumina porque aún hay lugar en esta Iglesia para un cristianismo que no se contenta con el culto, sino que quiere transformar las estructuras, romper el círculo que esconde a las víctimas, alzar a los caídos.
León XIV recordó a Francisco, a san Agustín, a Juan Pablo II y a Benedicto XVI en una misma vigilia. No protocolariamente. Porque la fidelidad a la tradición no está reñida con la profecía. Como agustino, habló de la conciencia. Como discípulo de Francisco, denunció la idolatría tecnológica que convierte al ser humano en mercancía. Como heredero de Benedicto, subrayó que “quien cree nunca está solo”. Y como sucesor de Juan Pablo, repitió la llamada a despojarse de las máscaras que falsean la vida.
Decisiones radicales, libertad auténtica construida sobre la roca firme del amor de Dios. No como un ideal inalcanzable, sino como un camino real, que comienza con el primer paso hacia el otro, hacia el pobre, hacia el herido del camino.
No basta con rezar: hay que construir. Y en tiempos donde el individualismo se presenta como libertad, León XIV propuso el don de sí como camino de verdadera plenitud en todas las vocaciones.

Y esa semilla, dijo, nace siempre de un encuentro. “Si realmente quieren encontrar al Señor resucitado, escuchen su Palabra, que es el Evangelio de la salvación”. Pero ese Evangelio no se queda en la adoración eucarística —a la que también exhortó con vehemencia—, sino que se desborda hacia la vida. Hacia el hermano. Hacia el pobre. Hacia los descartados.
Los jóvenes que durmieron sobre la tierra de Tor Vergata sabrán que no fueron simplemente a una vigilia. Fueron testigos de una siembra. León XIV no les regaló slogans, sino una brújula. No llamó a defender doctrinas, sino a encarnar el Reino. Y esa encarnación, lo dijo sin ambages, comienza con el servicio a los pobres.
Una llamada
Es probable que muchos vuelvan a sus países sin respuestas fáciles, sin certezas absolutas. Pero con algo más valioso: una llamada. Una vocación a vivir el Evangelio desde lo concreto, desde el compromiso con los últimos, desde una Iglesia que no teme mancharse las manos si es por amor. Como un brote a florecer en la intemperie de la historia.
Este rotundo mensaje en la vigilia juvenil supuso el sostenimiento del mensaje central en la misa de clausura del día siguiente donde emergía la aspiración a las “cosas grandes, a la santidad, allí donde estén. No se conformen con menos. Entonces verán crecer cada día la luz del Evangelio, en ustedes mismos y a su alrededor” (…) Porque “Comprar, acumular, consumir no es suficiente. Necesitamos alzar los ojos, mirar a lo alto, a las “cosas celestiales”,
Y es que mirar a lo alto supone que no hay espiritualidad cristiana sin un amor que se arrodille ante el que sufre.


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